Madrid, jueves 23 de marzo de 1967
Señor Mayor Don Bernardo Alberte
Buenos Aires
Mi querido amigo:
Aprovecho el viaje y la visita
del compañero emisario de esta carta para hacerle llegar, junto con mi saludo
más afectuoso, mis noticias. Ya sé que ha comenzado Usted a hacerse cargo de la
Secretaría General, como también sé que allí no encontrará sólo rosas. Los que tienen intereses personales y de
grupo seguirán empeñados en sus menesteres y Usted tendrá que neutralizarlos,
sin pelearlos, porque su tarea, como la mía, es un poco de Padre Eterno. Es
bendiciendo “urbis et orbe” y midiendo a todos con la misma vara es que se
consigue llevarlos a todos hacia los objetivos como es la misión del que
conduce el conjunto.
Lo que más se necesita en ese
cargo es, sin duda, paciencia y
tolerancia: muchas veces llegará uno a quien le daría un puntapié y no
tendrá más remedio que darle un abrazo. Cuántas veces deberá resolver un pleito
en el que la razón está clara de uno de los lados y tendrá que callar, sin
embanderarse ni siquiera del lado de la razón, porque su cometido no es el de juez sino de conductor y, por eso, teniendo
que llevar a todos, buenos y malos, no tiene más remedio que hacer la
“vista gorda”. En el cargo suyo, la sabiduría está precisamente en saber
congeniar para dominar a todos y para manejarlos de la manera que más convenga
a las necesidades de conjunto.
La conducción política tiene
sus exigencias, y la principal consiste en no hacerlo nunca discrecionalmente, sino sometido fríamente a la necesidad
superior que se sirve y a la técnica que indica las formas de ejecución
apropiadas. El peor error del que conduce políticamente es tomar partido en las fracciones en que se
suelen dividir los dirigentes, porque al hacerlo se pierde el derecho de
manejar a las demás, que siempre existen. Desgraciadamente, en la conducción no es la simpatía, ni la amistad y ni
siquiera la justicia, la que preside las decisiones, sino la conveniencia.
Es duro acostumbrarse a ello pero es preciso comprender que estamos para
conducir a todos, buenos y malos, sabios e ignorantes, ricos y pobres, porque
si sólo quisiéramos conducir a los buenos, llegaríamos con muy poquitos y, con
muy poquitos, no se hace mucho en política.
La conducción táctica en la política no escapa a los principios que
nosotros bien conocemos, sólo que aquí hay que contar con los hombres con sus
virtudes y sus deformaciones, a los cuales no les podemos aplicar el Código de
Justicia Militar y sus Penas, ni el Reglamento de Falta de Disciplina y sus
penas. Por eso, deberemos tener recursos y procedimientos que los substituyan
sin hacerlo notar. La conducción política impone también el mando pero sin que
se note: es preciso saber obrar como Providencia, como hace Dios, sin que se lo
vea. Si Dios bajara todos los días a la
Tierra para dirimir los pleitos que se provocan entre los hombres, ya le
habríamos perdido el respeto y no habría faltado tampoco un tonto que
quisiera reemplazarlo a Dios, porque el hombre es así.
La diferencia entre la
conducción política y la militar es determinante: nosotros mandamos, mandar es obligar; conducir en política es persuadir,
y al hombre siempre es mejor persuadirle que obligarle. La acción militar es
directa, la política es casi siempre indirecta, lo que obliga a “contar hasta
diez” antes de proceder.
El impulso jamás puede estar
entonces por sobre el raciocino, ni la pasión sobre la reflexión, ni la lengua
se ha adelantar jamás al pensamiento. Los impulsos en política son engañosos y
generalmente fatales. Una resolución política conviene tomarla más bien cinco
minutos después que uno antes. Los apresurados suelen tener sorpresas desagradables.
En la acción política hay que tener buenos nervios y saber esperar,
pues en todo acontecimiento de este carácter, la mayor parte depende del
tiempo, nosotros podemos ayudar al tiempo y hasta acelerarlo pero, en ese caso,
será muy prudentemente pensado todo. Hay siempre un proceso de maduración
contra el que poco es lo que se puede hacer en la política. Hace veinte años,
nosotros anunciábamos cosas que entonces a muchos les sonaban como
inconcebibles y que hoy no tienen más remedio que confesar que eran verdades
irrebatibles. Nosotros, que hemos sido
precursores y, en consecuencia, hemos pagado el duro precio, somos los que
en mejores condiciones estamos para apreciar el valor de una situación, pero
también para concebir una ejecución apropiada a las circunstancias.
El manejo del Peronismo no es
tan difícil como muchos han creído, si se tiene la prudencia y la sabiduría
necesarias para adaptarse a sus características: no siendo un partido político sino un Movimiento Nacional, todo
sectarismo debe estar excluido y, por sus características
orgánico-funcionales, su manejo obedece a un sinnúmero de cuestiones que distan
mucho del mando vertical. En él, el que conduce no puede hacer el cien por
ciento de lo que desea y debe conformarse con hacer cuanto mucho el cincuenta
por ciento, dejando el otro cincuenta por ciento para que lo hagan los demás.
Es claro que ha de tenerse la
habilidad de elegir un cincuenta por ciento en el que estén las cosas
fundamentales. Si se procede bien, sólo así es posible llegar a concretar una
conducción sin esfuerzos divergentes y en la que el conductor sea elemento de
cohesión y no disociación.
En los momentos que estamos
viviendo, comprendo muy bien la necesidad de la disciplina y la obediencia,
pero es preciso meditarlo mucho antes de pretender imponerlas, porque ello ha
de ser la consecuencia de la adaptabilidad progresiva y no producto de una
imposición insólita, dado que el remedio puede resultar peor que la enfermedad
si todo se desvía en otras direcciones por disconformidad. El que conduce adquiere primero prestigio, que mucho depende de las
formas de ejecución; luego obediencia, que suele ser consecuencia de
conformidad; y, finalmente, infalibilidad, que no es otra cosa que confianza.
Sin estos atributos, que han de ganarse en la conducción misma, no se va lejos
en este “arte sencillo y todo de ejecución”, según la feliz expresión
napoleónica.
La conducción política es
blanda y tolerante, porque todo es posible y todos pueden tener razón en este
campo. La fuerza de la conducción no
está en las maneras sino en los actos y sus consecuencias. Por lo pronto,
es preciso andar bien con todos los compañeros y, de ser posible, lo mejor que
se pueda aun con los enemigos, pero sin estrechar la esgrima. Todo puede
hacerse si se sabe elegir la forma de realizarlo y, para esto, el tiempo suele
ser un aliado muy valioso. Cuando no se puede, es preciso esperar, por lo menos
lo prudente antes de forzar las buenas maneras. El que sabe maniobrar con el
tiempo no suele estar sujeto a intemperancias negativas. Nuestros dirigentes
están acostumbrados a una conducción suave, como suele decirse con guante de
seda pero con mano de hierro, no se les puede cambiar la forma sin que se
produzcan algunos “barquinazos”: hay que evitarlos.
Yo sé que hay muchos tránsfugas y aun traidores que viven
merodeando en el “campo de nadie” y que se alimentan de la carroña política,
pero esos también tienen su utilidad: aceleran la putrefacción y suelen servir
para crear las autodefensas. Yo siempre he pensado que si el hombre no tuviera
esas autodefensas orgánicas habría desaparecido de la Tierra hace miles de
años, y también creo que así como en el organismo fisiológico, esas defensas se
producen por los anticuerpos generados por los propios gérmenes patógenos, en los
organismos institucionales sucede lo mismo, es decir que los traidores generan sus propios anticuerpos que constituyen las
autodefensas de la institución. Por eso nunca maldigo a los traidores, si
son capaces de prestar semejante utilidad al movimiento.
En fin, amigo Alberte: “Y les
doy estos consejos, que me ha costado adquirirlos; porque deseo dirigirlos,
pero no alcanza mi ciencia hasta darles la prudencia que precisan pa’
seguirlos”. “Estas cosas y otras muchas medité en mis soledades; sepan que no
hay falsedades ni error en estos consejos: es de la boca del viejo de ande
salen las verdades”.
Saludos a su gente y a los
compañeros. Un gran abrazo. JDP