Sergio A. Rossi sobre el intento de rebautizar el Centro Cultural Bicentenario Nestor Kirchner
El diario La Nación aborda
persistentemente una cuestión polémica, larga y centenaria: la denominación de
lugares públicos y edificios estatales, y la revisión de esa nomenclatura.
Los argumentos del diario, que
reconocen antecedentes en la historia occidental, son razonables y apuntan a
combatir el culto a la personalidad y mantener en alto los ideales
republicanos, donde el poder se reparte en el tiempo y en la sociedad, evitando
los males de la concentración de la riqueza, la decisión y el prestigio en una
personalidad sola, por importante que fuese. El homenaje extendido y abusivo,
como estampar su imagen en monedas y retratos, fue práctica de las monarquías
absolutas –“ L'État, c'est moi”- y de los totalitarismos del siglo XX.
En nuestro país esta prédica
iluminista arranca en el Mayo inaugural con aquel primer episodio disparatado,
acerbo y enfermizo del Decreto de Supresión de Honores. Mariano Moreno lo
promueve ante la Junta cuando pretende entrar al cuartel de Patricios y un
guardia lo detiene. Días antes, en un festejo cuartelero por el triunfo de
Suipacha, un chupamedias oficial borracho había obsequiado una corona de
repostería a Saavedra y hecho un brindis proclamándolo emperador de América, lo
que obró de pretexto para el decreto. El brindis de Duarte provocó desagrado en
el propio Don Cornelio, que fue el primero en firmar la absurda norma de
supresión de honores.
Yo siento aversión y desprecio
por alcahuetes y obsecuentes, a quienes no confundo con leales; y no me gustan
y me molestan la pompa y el boato ceremonial. Eso no quita que aquel decreto me
resulte ridículo, impostado, envidioso e
inútil.
Recordemos que a poco más de
un año del decreto famoso, Rivadavia –el más grande hombre civil de la tierra
de los argentinos, al decir de Mitre- establece y se decreta autorización para
disponer de carruaje, guardia y pompa virreinal para sostener la autoridad. Hay
contradicción entre fábulas escolares. El guardia que no deja entrar a Moreno
obra mal por el peso de la ignorancia colonial, el conservadorismo militar de
Saavedra y su populismo en ciernes. En cambio el guardia que dos años más tarde
no deja entrar al polvorín a San Martín con espuelas merece elogio por cumplir
su deber de guardia.
La furia antipersonalista se
descargó luego sobre los caudillos en toda la literatura unitaria, y se
concentró en el padre y más abominable de todos, Artigas. Rosas se llevó la
palma y el lauro del culto a la personalidad, que para espanto de los ilustrados volvió cuando
Yrigoyen y tuvo su resurrección en Perón y Evita.
Para la prensa conservadora de
la época, partidarios fanáticos de “El peludo” desengancharon los caballos de
la carroza presidencial y lo llevaron a tiro ellos mismos desde el Congreso a
la Casa Rosada, asumiendo la animalidad propia de los radicales. La propaganda
y la iconografía peronista mezclaban la de los totalitarismos vencidos en la
Guerra, la de “El padrecito Stalin” y la de la liturgia católica, impregnando
hasta los libros de lectura escolares.
Que la oligarquía se
escandalizara no quita que no hubiera abusos innecesarios y propaganda torpe,
como bien señalaba Jauretche en el final de “Los profetas del odio”. Tanto
poner nombre de Eva y de Perón en calles, plazas, parques y provincias,
irritaba a muchos, quitaba significación y peso al homenaje. Se volvía parte
del paisaje y quedaba reducido a un puro signo, perdiendo el símbolo parte o
todo su sentido.
La oligarquía argentina se
queja cuando no puede nominar y disponer en beneficio propio de honras y
homenajes. Condena como irracionalismo atávico de masas a los funerales masivos
que cada tanto las multitudes prodigan a sus líderes queridos. Se sorprende
cada vez de la reaparición de ese monstruo, lo condena y se burla. Dice que es
irrelevante, pero vejan cadáveres, menosprecian recuerdos y televisan almuerzos
en que niegan que el muerto esté muerto.
Cuando no son ellos quienes lo
disponen dicen que carece de importancia y que hay demasiados problemas graves
en el país para andar ocupándose de cambiar el nombre a una calle.
Ese tironeo de partidos y de
corrientes ideológicas en los nombres de calles tuvo tiempos de bautizo y
rebautizo. Canning vs. Scalabrini Ortiz ha sido un clásico. La Alameda de la
Federación de Paraná fue cambiada bastante después de Pavón en Avenida
Rivadavia (como yo la conocí y como todavía la sigo llamando). Toda una
provocación al localismo federalista entrerriano, si bien se mira. Recuerdo el
comentario mordaz de una carta de lectores poco antes del golpe del ’76, que
criticaba la demagogia peronista de haber restaurado el nombre para tener “la
única alameda de lapachos”.
Pero volvamos a hoy. Un hombre
de la familia Mitre, Lopérfido, y un ministro de su propiedad, Lombardi, son
abanderados de una cruzada por quitar el nombre de Néstor Kirchner al centro
cultural que funciona en el antiguo
edificio del Correo Central, en el bajo de la ciudad de Buenos Aires.
Homenajear a alguien vivo es
una aberración, nos enseñan, y sería incluso conveniente legislar que no se
pueda dar el nombre de ningún hombre célebre sin dejar transcurrir por lo menos
diez años desde su muerte. Esto para dejar reposar las pasiones.
Recordamos sin embargo que
durante la primera presidencia de Roca, en 1883 y estando bien vivo y saludable
Don Bartolo, se emitieron billetes con su retrato. También que en 1901, cuando
el senador Mitre cumplió ochenta años, se organizó la Comisión Central del
Jubileo presidida por el Ex Presidente Uriburu, y declaró fiesta nacional el 26
de junio, se organizaron celebraciones en la vía pública y se iluminaron los
edificios principales de Buenos Aires. La calle porteña "De la Piedad" y el partido
bonaerense de Arrecifes se rebautizaron con el nombre Bartolomé Mitre, y aunque
no existía el INCAA y el cine era incipiente se hizo una película sobre el
vencedor vencido de Pavón.
A su muerte, en 1906, se
organizaron funerales multitudinarios, y publicaciones de la época dedicaron
números especiales con fotografías y dibujos de Mitre agonizando y de Mitre ya
sin vida, por ser necesario registrar la muerte de una figura ilustre. Se
acuñaron medallas para entregar en el entierro y se pidió a la familia que
donara al Museo Histórico Nacional el chambergo tan famoso como el dueño, que
le habían puesto incluso ya de muerto.
Al hombre no le faltan
homenajes, y eso que fue un caracterizado hombre de facción, por decirlo
suavemente.
Largo sería hacer un
inventario completo de cuántos lugares e instituciones públicas y privadas
llevan el nombre del polémico gobernador de Buenos Aires, ya sea por
admiración, por obsecuencia o por mera costumbre de imitar.
Nos llega una inquietud de
ciudadanos independientes para cerrar la grieta de esta contradicción abismal
de La Nación.
Proponen cambiar el nombre del
Centro Cultural Kirchner por el de Bartolomé Mitre. La placa con el nombre del
Secretario de Obras Públicas José López, de que abomina Lopérfido, se cambiaría
por la mención a Emilio Mitre, que con su ley de ferrocarriles entregó a los
ingleses leguas y leguas de tierra para que la negocien, empequeñeciendo al
hombre de las bolsas. En el mismo acto se pondría el nombre de Néstor Kirchner
a todos los sitios, calles, plazas, parques, edificios, clubes, bibliotecas,
sociedades y vecinales; y su imagen a billetes, monedas, sellos, premios y
medallas que hoy recuerdan a Don Bartolo.