viernes, 28 de abril de 2017

LA NACIÓN Y SUS NOMBRES

Sergio A. Rossi sobre el intento de rebautizar el Centro Cultural Bicentenario Nestor Kirchner

El diario La Nación aborda persistentemente una cuestión polémica, larga y centenaria: la denominación de lugares públicos y edificios estatales, y la revisión de esa nomenclatura.
 Los argumentos del diario, que reconocen antecedentes en la historia occidental, son razonables y apuntan a combatir el culto a la personalidad y mantener en alto los ideales republicanos, donde el poder se reparte en el tiempo y en la sociedad, evitando los males de la concentración de la riqueza, la decisión y el prestigio en una personalidad sola, por importante que fuese. El homenaje extendido y abusivo, como estampar su imagen en monedas y retratos, fue práctica de las monarquías absolutas –“ L'État, c'est moi”- y de los totalitarismos del siglo XX.
 En nuestro país esta prédica iluminista arranca en el Mayo inaugural con aquel primer episodio disparatado, acerbo y enfermizo del Decreto de Supresión de Honores. Mariano Moreno lo promueve ante la Junta cuando pretende entrar al cuartel de Patricios y un guardia lo detiene. Días antes, en un festejo cuartelero por el triunfo de Suipacha, un chupamedias oficial borracho había obsequiado una corona de repostería a Saavedra y hecho un brindis proclamándolo emperador de América, lo que obró de pretexto para el decreto. El brindis de Duarte provocó desagrado en el propio Don Cornelio, que fue el primero en firmar la absurda norma de supresión de honores.
 Yo siento aversión y desprecio por alcahuetes y obsecuentes, a quienes no confundo con leales; y no me gustan y me molestan la pompa y el boato ceremonial. Eso no quita que aquel decreto me resulte ridículo, impostado,  envidioso e inútil.
 Recordemos que a poco más de un año del decreto famoso, Rivadavia –el más grande hombre civil de la tierra de los argentinos, al decir de Mitre- establece y se decreta autorización para disponer de carruaje, guardia y pompa virreinal para sostener la autoridad. Hay contradicción entre fábulas escolares. El guardia que no deja entrar a Moreno obra mal por el peso de la ignorancia colonial, el conservadorismo militar de Saavedra y su populismo en ciernes. En cambio el guardia que dos años más tarde no deja entrar al polvorín a San Martín con espuelas merece elogio por cumplir su deber de guardia.
 La furia antipersonalista se descargó luego sobre los caudillos en toda la literatura unitaria, y se concentró en el padre y más abominable de todos, Artigas. Rosas se llevó la palma y el lauro del culto a la personalidad, que  para espanto de los ilustrados volvió cuando Yrigoyen y tuvo su resurrección en Perón y Evita.
 Para la prensa conservadora de la época, partidarios fanáticos de “El peludo” desengancharon los caballos de la carroza presidencial y lo llevaron a tiro ellos mismos desde el Congreso a la Casa Rosada, asumiendo la animalidad propia de los radicales. La propaganda y la iconografía peronista mezclaban la de los totalitarismos vencidos en la Guerra, la de “El padrecito Stalin” y la de la liturgia católica, impregnando hasta los libros de lectura escolares.
 Que la oligarquía se escandalizara no quita que no hubiera abusos innecesarios y propaganda torpe, como bien señalaba Jauretche en el final de “Los profetas del odio”. Tanto poner nombre de Eva y de Perón en calles, plazas, parques y provincias, irritaba a muchos, quitaba significación y peso al homenaje. Se volvía parte del paisaje y quedaba reducido a un puro signo, perdiendo el símbolo parte o todo su sentido.
 La oligarquía argentina se queja cuando no puede nominar y disponer en beneficio propio de honras y homenajes. Condena como irracionalismo atávico de masas a los funerales masivos que cada tanto las multitudes prodigan a sus líderes queridos. Se sorprende cada vez de la reaparición de ese monstruo, lo condena y se burla. Dice que es irrelevante, pero vejan cadáveres, menosprecian recuerdos y televisan almuerzos en que niegan que el muerto esté muerto.
 Cuando no son ellos quienes lo disponen dicen que carece de importancia y que hay demasiados problemas graves en el país para andar ocupándose de cambiar el nombre a una calle.
 Ese tironeo de partidos y de corrientes ideológicas en los nombres de calles tuvo tiempos de bautizo y rebautizo. Canning vs. Scalabrini Ortiz ha sido un clásico. La Alameda de la Federación de Paraná fue cambiada bastante después de Pavón en Avenida Rivadavia (como yo la conocí y como todavía la sigo llamando). Toda una provocación al localismo federalista entrerriano, si bien se mira. Recuerdo el comentario mordaz de una carta de lectores poco antes del golpe del ’76, que criticaba la demagogia peronista de haber restaurado el nombre para tener “la única alameda de lapachos”.
  Pero volvamos a hoy. Un hombre de la familia Mitre, Lopérfido, y un ministro de su propiedad, Lombardi, son abanderados de una cruzada por quitar el nombre de Néstor Kirchner al centro cultural que funciona en  el antiguo edificio del Correo Central, en el bajo de la ciudad de Buenos Aires.
 Homenajear a alguien vivo es una aberración, nos enseñan, y sería incluso conveniente legislar que no se pueda dar el nombre de ningún hombre célebre sin dejar transcurrir por lo menos diez años desde su muerte. Esto para dejar reposar las pasiones.
 Recordamos sin embargo que durante la primera presidencia de Roca, en 1883 y estando bien vivo y saludable Don Bartolo, se emitieron billetes con su retrato. También que en 1901, cuando el senador Mitre cumplió ochenta años, se organizó la Comisión Central del Jubileo presidida por el Ex Presidente Uriburu, y declaró fiesta nacional el 26 de junio, se organizaron celebraciones en la vía pública y se iluminaron los edificios principales de Buenos Aires. La calle porteña  "De la Piedad" y el partido bonaerense de Arrecifes se rebautizaron con el nombre Bartolomé Mitre, y aunque no existía el INCAA y el cine era incipiente se hizo una película sobre el vencedor vencido de Pavón.
A su muerte, en 1906, se organizaron funerales multitudinarios, y publicaciones de la época dedicaron números especiales con fotografías y dibujos de Mitre agonizando y de Mitre ya sin vida, por ser necesario registrar la muerte de una figura ilustre. Se acuñaron medallas para entregar en el entierro y se pidió a la familia que donara al Museo Histórico Nacional el chambergo tan famoso como el dueño, que le habían puesto incluso ya de muerto.
Al hombre no le faltan homenajes, y eso que fue un caracterizado hombre de facción, por decirlo suavemente.
 Largo sería hacer un inventario completo de cuántos lugares e instituciones públicas y privadas llevan el nombre del polémico gobernador de Buenos Aires, ya sea por admiración, por obsecuencia o por mera costumbre de imitar.
 Nos llega una inquietud de ciudadanos independientes para cerrar la grieta de esta contradicción abismal de La Nación.
 Proponen cambiar el nombre del Centro Cultural Kirchner por el de Bartolomé Mitre. La placa con el nombre del Secretario de Obras Públicas José López, de que abomina Lopérfido, se cambiaría por la mención a Emilio Mitre, que con su ley de ferrocarriles entregó a los ingleses leguas y leguas de tierra para que la negocien, empequeñeciendo al hombre de las bolsas. En el mismo acto se pondría el nombre de Néstor Kirchner a todos los sitios, calles, plazas, parques, edificios, clubes, bibliotecas, sociedades y vecinales; y su imagen a billetes, monedas, sellos, premios y medallas que hoy recuerdan a Don Bartolo.


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