A pedido de Silvio Maresca
Alberto Buela (*)
La postverdad es una novedad filosófica inaugurada por los ingleses, cuándo
no, hace unos pocos años con Jayson Harbin en 2015, donde se sostiene que lo
que interesa no es la realidad sino lo que se dice de la realidad.
Esta postura ha dado lugar a los
diferentes “relatos” sobre la realidad pero no sobre lo que ella nos dice de sí
misma.
Estos relatos son básicamente los
políticos y culturales que pretenden ir más allá de las ideologías pero que
terminan siendo un fraude.
Los sostenedores de tan novedosa
teoría han dejado de lado la idea de verdad como adaequatio intellectus et rei para reemplazarla por adaequatio rei ad intellectum. Esto es,
que la adecuación entre el intelecto y la realidad fue reemplazada por la
adecuación de la realidad a lo que dice de ella el intelecto.
Así, si estamos mal porque nos matan
como perros por la calle, en estas democracias postmodernas donde nadie nos
cuida, los sostenedores de la postverdad nos dicen: la inseguridad es solo una sensación.
Un buen profesor español, Miguel
Navarro Crego, cansado de dar explicaciones sobre el tema, afirma: “la postverdad es el último y carnavalesco
disfraz de lo que siempre se conoció como embuste, fraude y mentira”.
En mi opinión la idea de postverdad se encuentra, cuándo no, también en otra ocurrencia
inglesa: los enunciados performativos de Austin en su libro Cómo hacer cosas con palabras (1962).
Así, el lenguaje no solo describe el hecho sino que el hecho al ser expresado
se realiza. Cuando decimos “yo prometo”, como no sabemos si será verdadero o
falso, yo lo estoy realizando. O cuando el cura dice “yo te bautizo” produce el
hecho del bautismo. Esta función del lenguaje que los ingleses llaman performative, nuestro profesores
telúricos que siempre imitan, pero como un espejo opaco imitan mal, la han
traducido por “preformativa” en lugar de hacerlo en castellano por
“realizativa” lo que hace más entendible dicha teoría.
La consecuencia politilógica más
importante en estos últimos años vinculada a la idea de postverdad es la
sostenida por un argentino de origen portugués, Ernesto Laclau, quien en su libro La
razón populista (2005), en vistas a que el marxismo perdió el sostén
del pueblo, afirma que el pueblo, las mayorías populares tiene que ser
reemplazado por distintos pueblos o colectivos o diferentes minorías, que son
los verdaderos destinatarios de los gobiernos democráticos. Estos pueblos son
una creación intelectual (en Argentina volvieron a aparecer los indios, en
Chile la república mapuche, aparecieron diferentes géneros más allá del
masculino y el femenino, etc.).
Estas nuevas oposiciones dialécticas:
gays vs. heterosexuales; indios vs.
blancos; abortistas vs. provida, etc. vienen a reemplazar a la agotada
dialéctica marxista entre burgueses y proletarios. Por supuesto que esto no
daña las condiciones de producción sino que más bien las consolida. El
imperialismo internacional del dinero salta en una pata.
Al respecto observa Javier Esparza,
posiblemente la cabeza más penetrante de la España actual: “Otorgando políticamente una identidad única
a esa diversidad de antagonismos. Por así decirlo, el discurso político ya no
es consecuencia de una realidad social objetiva que con mayor o menor fortuna
pretende describir; sino que ahora el discurso es el creador de la realidad. En
el caso que nos ocupa, el discurso político crea, constituye, inventa un
Pueblo.”[1]
A la difusión de esta teoría de la
postverdad contribuyó en mucho la antropología cultural, de origen
norteamericano, cuando fracasó -los hechos están a la vista- la teoría del melting pot o crisol de razas, al no
poder integrar a los negros en un proyecto unitario de nación americana.
Vemos así como la teoría de la postverdad termina
justificando, en el ámbito político, la explotación del hombre por el hombre,
en el ámbito cultural negando la integración y en el ámbito filosófico
sosteniendo que nada es verdadero ni falso.
Y para ello entretiene al hombre
(varón y mujer) en falsas disputas, cargándolo de fakes news, y haciéndole creer que como un pequeño dios puede crear
a través de su logos, de su palabra. Cuando
en realidad solo Dios puede crear: In
principium erat Verbum, mientras que la función del hombre es acompañar la
creación. El mundo es un cosmos, es
algo bello, de ahí todavía resuena en nosotros en el término cosmética- arte
del embellecimiento-. Y si lo acompañamos o incluso lo trasformamos sin que se
note mucho, nos estamos embelleciendo. Y si nos embellecemos con nuestra acción
nos estamos, sin darnos cuenta, haciendo más buenos. Y así, llegaríamos
nuevamente al ideal griego de la kalokagatia,
la unión de lo bello y lo bueno con
perfección.
[1]
Esparza, Javier: “La herejía populista”, en Cuadernos
de encuentro Nº 134, Madrid, otoño 2018.