Carlos María Romero Sosa
No es momento ni lugar para discusiones
teológicas: “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia”, como reza el “Catecismo de
la Doctrina Cristiana” del jesuita salmantino del siglo XVI Gaspar Astete.
Aunque parece ser que la multitudinaria misa en la basílica de Luján celebrada el sábado 21 de octubre y en
la que cientos de miles de personas rogaron
por Paz, Pan y Trabajo, obró el milagro
que entremezclando temas pedestres como el perfil o el prontuario –en
boca de los consabidos denunciantes en los medios concentrados para alborozo del clasista público de Cambiemos-
de los sindicalistas Moyano, padre e hijo, se hablara de cuestiones de índole
religioso, en vez de machacar e idiotizar distrayendo de la hecatombe cambiaria
e inflacionaria con el Bailando de
Tinelli.
¿Qué
puede escandalizar de esa asamblea sin una nota altisonante, cuando precisamente “ecclesia” en griego significaba eso: reunión? Sin embargo, los
formadores de opinión de turno del tipo del avezado periodista de Clarín señor
Sergio Rubín o los algo improvisados
panelistas del programa del señor del Moro, se rasgaron las vestiduras a lo
Caifás horrorizados ante el hecho que la Iglesia argentina no se pusiera por
encima de la grieta, o sea condescendiera con el estado actual de cosas
manifiestamente injustas, o sea contrarias al bien común, o sea que volara en
pecado social montada en los globos amarillos bastante desinflados del
macrismo. Justamente ese interesado
desatino de silenciar la realidad que le exigen hoy a monseñor Radrizzani o a monseñor Lugones, por citar
dos “pastores con olor a oveja”, es lo que y por desgracia ha venido
haciendo la pecadora Esposa de Cristo a través de la historia al cometer
adulterio con los poderes y los poderosos de turno. Y ello en flagrante
traición al mandato de su Divino Fundador, la Virgen María y sus Discípulos.
Porque no fueron Marx o Bakunin los que cantaron de una vez y para siempre en
el Magnificat: “El Señor dispersó a los
soberbios, ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despachó
a los ricos con las manos vacías”.
Ni Lenín ni el Che Guevara auguraron mejor que el Apóstol Santiago en su epístola: “Oigan esto, ricos: lloren y griten
por las desgracias que van a sufrir”.
Muchos serviles del dios dinero se dan
con una piedra en los dientes, al
descubrir que más allá de la institución tan burocráticamente paganizada
en varios momentos de su trayectoria, y de los hombres mejores y peores que la
vienen conformando, la razón de ser trascendente de la Iglesia es indivisible
de su mensaje, que aunque tantas veces desvirtuado no ha perdido vigencia en
más de dos mil años: el bregar y más aún trabajar en este mundo por el reino de la justicia,
que por cierto no es el del módico bienestar hedonista de la posmodernidad.
El
padre Leonardo Castellani,
insospechado de comunismo aunque preciso sabedor y dado a resaltar en su poema:
“La muerte de Martín Fierro” que “No fueron los comunistas los que mataron a
Cristo”, escribió a fines de la década del cuarenta del siglo pasado el libro
“Cristo ¿vuelve o no vuelve?”, un texto que le acarreó problemas con su orden jesuita
y con varias jerarquías eclesiásticas bajo la acusación de milenista o
milenarista carnal. Sucede que la idea
de la Parusía no resulta muy grata para los que han convertido la religión en
el opio de los pueblos; es decir la Iglesia de los ricos que predica aguantar
aquí la injusticia, lado del que no duermen el papa Francisco –que acaba de canonizar al arzobispo mártir salvadoreño
Óscar Arnulfo Romero y mal que le pese al ex vicario castrense monseñor
Antonio Baseotto, activo defensor de los genocidas de la dictadura, pronto lo
hará con otro mártir, el obispo de la Rioja Enrique Angelelli, asesinado en 1976 por los militares-, ni los
curas villeros, ni los curas de la opción por los pobres, ni los varios actuales
pastores “con un oído en el Evangelio y otro en el pueblo”, tal cual buscaba
testimoniar su ministerio apostólico
Angelelli, que concelebraron el otro
día en Luján en ese ejemplar oficio religioso con proyección ecuménica e
interreligiosa.
Imaginar el Reino de Dios en esta tierra
no hará subir las bolsas precisamente y al contrario puede ser que la sola
posibilidad haga temblar los mercados financieros. Es curioso, rezamos que Dios
es el Señor de la Historia, pero de buena gana le dejamos el presente al
demonio con su guiños al “statu quo” de la explotación y la desigualdad
extrema. Que haya justicia en el Cielo
no representa problema para el capitalismo porque su único credo es el dinero
aquí y ahora. Y en cuanto a la parábola del mendigo Lázaro, mejor no
mentarla mucho en los templos de la oligarquía a los que concurren las devotas
señoras gordas, que bastantes molestias tuvieron ya por haber debido blanquear a sus empleadas
domésticas en cumplimiento de la ley 26.844 que impulsó en 2013 la presidenta
Cristina Fernández de Kirchner.
Se ha imputado también al salesiano
arzobispo de Mercedes-Luján que no haya mencionado en su homilía, como para contrarrestar sus denuncias a la pobreza y la falta de oportunidades de
vastos sectores populares, el cáncer de la corrupción
en alusión a los presuntos escándalos de la anterior administración. Estoy de
acuerdo que eso quedó en el tintero pero
entiendo la tal corrupción
diferente a los periodistas militantes bendecidos por el señor Lombardi. Porque
la transparencia es una bandera hipócrita del macrismo, en esencia corrupto antes incluso de los
“Panamá papers”, la estafa del Correo,
el poco claro dinero en efectivo guardado en el ropero de la vicepresidenta
Michetti, los aportantes truchos de la
provincia de Buenos Aires para la elección de 2017 y los eufemísticos “conflictos de intereses” de los funcionarios M.
El pulcro y cívico público de Cambiemos
debería agradecer esa omisión, dado que
de hablarse de corrupción en la
misa de Luján, bien se podría haber
tomado como una crítica directa al gobierno, cosa que con sabiduría monseñor
Agustín Radrizzani evitó hacer en uso de su prudencia, aquella perfección que
Aristóteles llamó “phronesis” en la “Ética a Nicómaco”.