martes, 30 de octubre de 2018

Argentina: La misa en Luján y la “phronesis” de monseñor Radrizzani


Carlos María Romero Sosa 

No es momento ni lugar para discusiones teológicas: “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia”, como reza el “Catecismo de la Doctrina Cristiana” del jesuita salmantino del siglo XVI Gaspar Astete. Aunque parece ser que la multitudinaria misa en la basílica de  Luján celebrada el sábado 21 de octubre y en la que cientos de miles de personas rogaron  por Paz, Pan y Trabajo, obró el milagro  que entremezclando temas pedestres como el perfil o el prontuario –en boca de los consabidos denunciantes en los medios concentrados para  alborozo del clasista público de Cambiemos- de los sindicalistas Moyano, padre e hijo, se hablara de cuestiones de índole religioso, en vez de machacar e idiotizar distrayendo de la hecatombe cambiaria e inflacionaria  con el Bailando de Tinelli.
 ¿Qué puede escandalizar de esa asamblea sin una nota altisonante,  cuando precisamente “ecclesia” en griego significaba eso: reunión? Sin embargo, los formadores de opinión de turno del tipo del avezado periodista de Clarín señor Sergio Rubín o los  algo improvisados panelistas del programa del señor del Moro, se rasgaron las vestiduras a lo Caifás horrorizados ante el hecho que la Iglesia argentina no se pusiera por encima de la grieta, o sea condescendiera con el estado actual de cosas manifiestamente injustas, o sea contrarias al bien común, o sea que volara en pecado social montada en los globos amarillos bastante desinflados del macrismo.  Justamente ese interesado desatino de silenciar la realidad que le exigen hoy a monseñor Radrizzani o a monseñor Lugones, por citar dos “pastores con olor a oveja”, es lo que y por desgracia ha venido haciendo la pecadora Esposa de Cristo a través de la historia al cometer adulterio con los poderes y los poderosos de turno. Y ello en flagrante traición al mandato de su Divino Fundador, la Virgen María y sus Discípulos. Porque no fueron Marx o Bakunin los que cantaron de una vez y para siempre en el Magnificat: “El Señor dispersó a los soberbios, ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despachó a los ricos con las manos vacías”.  Ni Lenín ni el Che Guevara auguraron mejor que el Apóstol Santiago en su epístola: “Oigan esto, ricos: lloren y griten por las desgracias que van a sufrir”. 
Muchos serviles del dios dinero se dan con una piedra en los dientes, al  descubrir que más allá de la institución tan burocráticamente paganizada en varios momentos de su trayectoria, y de los hombres mejores y peores que la vienen conformando, la razón de ser trascendente de la Iglesia es indivisible de su mensaje, que aunque tantas veces desvirtuado no ha perdido vigencia en más de dos  mil años: el bregar y más aún trabajar  en este mundo por el reino de la justicia, que por cierto no es el del módico bienestar hedonista de la posmodernidad.
El padre Leonardo Castellani, insospechado de comunismo aunque preciso sabedor y dado a resaltar en su poema: “La muerte de Martín Fierro” que “No fueron los comunistas los que mataron a Cristo”, escribió a fines de la década del cuarenta del siglo pasado el libro “Cristo ¿vuelve o no vuelve?”, un texto que le acarreó problemas con su orden jesuita y con varias jerarquías eclesiásticas bajo la acusación de milenista o milenarista carnal. Sucede  que la idea de la Parusía no resulta muy grata para los que han convertido la religión en el opio de los pueblos; es decir la Iglesia de los ricos que predica aguantar aquí la injusticia, lado del que no duermen el papa Francisco –que acaba de canonizar al arzobispo mártir salvadoreño Óscar Arnulfo Romero y mal que le pese al ex vicario castrense monseñor Antonio Baseotto, activo defensor de los genocidas de la dictadura, pronto lo hará con otro mártir, el obispo de la Rioja Enrique Angelelli,  asesinado en 1976 por los militares-, ni los curas villeros, ni los curas de la opción por los pobres, ni los varios actuales pastores “con un oído en el Evangelio y otro en el pueblo”, tal cual buscaba testimoniar su ministerio apostólico Angelelli,  que concelebraron el otro día en Luján en ese ejemplar oficio religioso con proyección ecuménica e interreligiosa.
Imaginar el Reino de Dios en esta tierra no hará subir las bolsas precisamente y al contrario puede ser que la sola posibilidad haga temblar los mercados financieros. Es curioso, rezamos que Dios es el Señor de la Historia, pero de buena gana le dejamos el presente al demonio con su guiños al “statu quo” de la explotación y la desigualdad extrema. Que haya justicia en el Cielo no representa problema para el capitalismo porque su único credo es el dinero aquí y ahora. Y en cuanto a la parábola del mendigo Lázaro, mejor no mentarla mucho en los templos de la oligarquía a los que concurren las devotas señoras gordas, que bastantes molestias tuvieron  ya por haber debido blanquear a sus empleadas domésticas en cumplimiento de la ley 26.844 que impulsó en 2013 la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Se ha imputado también al salesiano arzobispo de Mercedes-Luján que no haya mencionado en su homilía,  como para contrarrestar sus denuncias  a la pobreza y la falta de oportunidades de vastos sectores populares, el cáncer de la corrupción en alusión a los presuntos escándalos de la anterior administración. Estoy de acuerdo que eso quedó en el tintero pero  entiendo  la tal corrupción diferente a los periodistas militantes bendecidos por el señor Lombardi.  Porque  la transparencia es una bandera hipócrita del macrismo,  en esencia corrupto antes incluso de los “Panamá papers”, la estafa del  Correo, el poco claro dinero en efectivo guardado en el ropero de la vicepresidenta Michetti, los aportantes truchos  de la provincia de Buenos Aires para la elección de 2017 y los eufemísticos  “conflictos de intereses” de  los funcionarios M.
El pulcro y cívico público de Cambiemos debería agradecer esa omisión, dado que  de  hablarse de corrupción en la misa de Luján,  bien se podría haber tomado como una crítica directa al gobierno, cosa que con sabiduría monseñor Agustín Radrizzani evitó hacer en uso de su prudencia, aquella perfección que Aristóteles llamó “phronesis” en la “Ética a Nicómaco”.       

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