Este domingo 14 de octubre el
Papa Francisco presidió la Misa de canonización de Pablo VI, Mons. Oscar
Romero, las religiosas Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús March Mesa y
María Caterina Kasper, los sacerdotes Francesco Spinelli y Vincenzo Romano, y
el laico Nunzio Sulprizio.
A continuación la homilía
pronunciada por Francisco:
La segunda lectura nos ha
dicho que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble
filo» (Hb 4,12). Es así: la palabra de Dios no es un conjunto de verdades o una
edificante narración espiritual; no, es palabra viva, que toca la vida, que la
transforma. Allí, Jesús en persona, que es la palabra viva de Dios, nos habla
al corazón.
El Evangelio, en particular,
nos invita a encontrarnos con el Señor, siguiendo el ejemplo de ese «uno» que
«se le acercó corriendo» (cf. Mc 10,17). Podemos identificarnos con ese hombre,
del que no se dice el nombre en el texto, como para sugerir que puede
representar a cada uno de nosotros. Le pregunta a Jesús cómo «heredar la vida
eterna» (v. 17). Él pide la vida para siempre, la vida en plenitud: ¿quién de
nosotros no la querría? Pero, vemos que la pide como una herencia para poseer,
como un bien que hay que obtener, que ha de conquistarse con las propias
fuerzas. De hecho, para conseguir este bien ha observado los mandamientos desde
la infancia y para lograr el objetivo está dispuesto a observar otros
mandamientos; por esto pregunta: «¿Qué debo hacer para heredar?».
La respuesta de Jesús lo
desconcierta. El Señor pone su mirada en él y lo ama (cf. v. 21). Jesús cambia
la perspectiva: de los preceptos observados para obtener recompensas al amor
gratuito y total. Aquella persona hablaba en términos de oferta y demanda,
Jesús le propone una historia de amor. Le pide que pase de la observancia de
las leyes al don de sí mismo, de hacer por sí mismo a estar con él. Y le hace
una propuesta de vida «tajante»: «Vende
lo que tienes, dáselo a los pobres […] y luego ven y sígueme» (v. 21). Jesús
también te dice a ti: «Ven, sígueme». Ven: no estés quieto, porque para ser de
Jesús no es suficiente con no hacer nada malo. Sígueme: no vayas detrás de
Jesús solo cuando te apetezca, sino búscalo cada día; no te conformes con
observar los preceptos, con dar un poco de limosna y decir algunas oraciones:
encuentra en él al Dios que siempre te ama, el sentido de tu vida, la fuerza
para entregarte.
Jesús sigue diciendo: «Vende
lo que tienes y dáselo a los pobres». El Señor no hace teorías sobre la pobreza
y la riqueza, sino que va directo a la vida. Él te pide que dejes lo que
paraliza el corazón, que te vacíes de bienes para dejarle espacio a él, único
bien. Verdaderamente, no se puede seguir
a Jesús cuando se está lastrado por las cosas. Porque, si el corazón está lleno
de bienes, no habrá espacio para el Señor, que se convertirá en una cosa más.
Por eso la riqueza es peligrosa y –dice Jesús–, dificulta incluso la salvación.
No porque Dios sea severo, ¡no! El problema está en nosotros: el tener
demasiado, el querer demasiado sofoca nuestro corazón y nos hace incapaces de
amar. De ahí que san Pablo recuerde que «el amor al dinero es la raíz de todos
los males» (1 Tm 6,10). Lo vemos: donde el dinero se pone en el centro, no hay
lugar para Dios y tampoco para el hombre.
Jesús es radical. Él lo da
todo y lo pide todo: da un amor total y pide un corazón indiviso. También hoy se nos da como pan vivo; ¿podemos
darle a cambio las migajas? A él, que se hizo siervo nuestro hasta el punto de
ir a la cruz por nosotros, no podemos responderle solo con la observancia de
algún precepto. A él, que nos ofrece la vida eterna, no podemos darle un poco
de tiempo sobrante. Jesús no se conforma con un «porcentaje de amor»: no
podemos amarlo al veinte, al cincuenta o al sesenta por ciento. O todo o nada.
Queridos hermanos y hermanas,
nuestro corazón es como un imán: se deja
atraer por el amor, pero solo se adhiere por un lado y debe elegir entre amar a
Dios o amar las riquezas del mundo (cf. Mt 6,24); vivir para amar o vivir
para sí mismo (cf. Mc 8,35). Preguntémonos de qué lado estamos. Preguntémonos
cómo va nuestra historia de amor con Dios. ¿Nos conformamos con cumplir algunos
preceptos o seguimos a Jesús como enamorados, realmente dispuestos a dejar algo
para él? Jesús nos pregunta a cada uno personalmente, y a todos como Iglesia en
camino: ¿somos una Iglesia que solo predica buenos preceptos o una Iglesia-esposa,
que por su Señor se lanza a amar? ¿Lo seguimos de verdad o volvemos sobre los
pasos del mundo, como aquel personaje del Evangelio? En resumen, ¿nos basta
Jesús o buscamos las seguridades del mundo? Pidamos la gracia de saber dejar
por amor del Señor: dejar las riquezas, la nostalgia de los puestos y el poder,
las estructuras que ya no son adecuadas para el anuncio del Evangelio, los
lastres que entorpecen la misión, los lazos que nos atan al mundo. Sin un salto
hacia adelante en el amor, nuestra vida y nuestra Iglesia se enferman de «autocomplacencia egocéntrica» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 95): se busca la alegría en cualquier placer pasajero, se
recluye en la murmuración estéril, se acomoda a la monotonía de una vida
cristiana sin ímpetu, en la que un poco de narcisismo cubre la tristeza de
sentirse imperfecto.
Así sucedió para ese hombre,
que –cuenta el Evangelio– «se marchó triste» (v. 22). Se había aferrado a los
preceptos y a sus muchos bienes, no había dado su corazón. Y aunque se encontró
con Jesús y recibió su mirada amorosa, se fue triste. La tristeza es la prueba
del amor inacabado. Es el signo de un corazón tibio. En cambio, un corazón desprendido de los bienes, que
ama libremente al Señor, difunde siempre la alegría, esa alegría tan necesaria
hoy. El santo Papa Pablo VI escribió: «Es precisamente en medio de sus
dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la
alegría, de escuchar su canto» (Exhort. ap. Gaudete in Domino, 9). Jesús nos
invita hoy a regresar a las fuentes de la alegría, que son el encuentro con él,
la valiente decisión de arriesgarnos a seguirlo, el placer de dejar algo para
abrazar su camino. Los santos han recorrido este camino.
Pablo VI lo hizo, siguiendo el ejemplo del apóstol del que tomó su
nombre. Al igual que él, gastó su vida por el Evangelio de Cristo, atravesando
nuevas fronteras y convirtiéndose en su testigo con el anuncio y el diálogo,
profeta de una Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida de los
pobres. Pablo VI, aun en medio de dificultades e incomprensiones, testimonió de
una manera apasionada la belleza y la alegría de seguir totalmente a Jesús.
También hoy nos exhorta, junto con el Concilio del que fue sabio timonel, a
vivir nuestra vocación común: la vocación universal a la santidad. No a medias,
sino a la santidad. Es hermoso que junto a él y a los demás santos y santas de
hoy, se encuentre Monseñor Romero,
quien dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para entregar
su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con el corazón
magnetizado por Jesús y sus hermanos. Lo mismo puede decirse de Francisco Spinelli, de Vicente Romano, de María Catalina Kasper,
de Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y también nuestro joven abruzzese-napolitano,
Nunzio Sulprizio: el santo joven, valiente, humilde que supo encontrar a
Jesús en el sufrimiento, en el silencio y en el ofrecimiento de sí mismo. Todos
estos santos, en diferentes contextos, han traducido con la vida la Palabra de
hoy, sin tibieza, sin cálculos, con el ardor de arriesgar y de dejar. Que el
Señor nos ayude a imitar su ejemplo.