Miguel
Iradier
22.05.2020
Desde
Occidente, tendemos a juzgar a la China
actual más por su presencia económica y el impacto de su desarrollo material en
el resto del mundo que por las necesidades internas en el desarrollo de su
historia; dando así una prioridad abrumadora a la óptica geopolítica sobre
la cultural, que debería tener al menos una importancia comparable.
De
hecho, es fácil ver que el impacto global de China va a depender en gran medida
de cómo acierte a encajar todo este periodo y el futuro previsible dentro de un
marco histórico para el que desearía el menor número de cambios. Para la cultura china el sentido de la
continuidad a gran escala es fundamental, y a largo plazo siempre hará
cuanto pueda por asimilar y hacer indetectable el origen de las influencias
extranjeras. Ya lo ha conseguido en buena medida con el marxismo y el
capitalismo, que pierden tanto de su significado original en la traducción que
ya no se sabe si denominar al sistema
chino "socialismo de mercado" o "capitalismo de estado".
El
impulso de la modernidad se sigue sintiendo como anómalo para gran parte de la
población mundial, que sólo la padece como proceso de colonización cultural y
pérdida de sus formas propias. Pero si en la mayor parte de los países esta
aculturación es un proceso pasivo y reactivo asociado fundamentalmente a la sociedad de consumo, en China se presentó
en primer lugar como una destrucción activa en el fenómeno sin precedentes de
la Revolución Cultural, y sólo después adoptó las ubicuas formas del
consumo. Esta profunda herida autoinflingida reclamará todavía durante mucho
tiempo algún tipo de reparación, e incluso podría provocar excesos por
compensación.
Quienes dicen que China quiere dominar
el mundo mienten como bellacos y lo saben perfectamente. La
aspiración al dominio global y sin fronteras es cosa propia de la
economía-mundo del modelo liberal, que tuvo su epicentro en Londres en el siglo
diecinueve y en Nueva York en el siglo veinte. Por el contrario, China ha sido
por más de dos mil años un imperio-mundo, es decir, un sistema que se atiene a
unos límites naturales, como por ejemplo los que tuvo el antiguo imperio
romano.
A lo
que puede aspirar China en todo caso es
a volver a ser el centro de gravedad de todo el sudeste asiático con la huella
de la cultura confuciana, como lo ha sido durante tantos siglos; pero esto
es algo casi inevitable puesto que tiene cerca del 80 por ciento de su
población y además es el origen de esa cultura. Sólo la sobreproyección
estadounidense en la región, puramente coyuntural, y nuestro hábito moderno de
pensar en términos nacionales, impide percibir lo que a escala histórica ha
sido la norma.
Para China, como imperio-mundo, la
condición ideal ha sido y será siempre la autosuficiencia.
Otra cosa muy diferente es que en una situación tremendamente empobrecida no
haya tenido otra forma rápida de recuperarse que a través de la exportación y
un modelo mercantilista. Ese modelo, todavía presente, le obliga a asegurarse
proveedores de materias primas así como mercados para sus recurrentes problemas
de sobreproducción. La Iniciativa de la Franja y la Ruta responde igualmente a
esas necesidades, así como a un giro progresivo en las asociaciones
comerciales.
Dicho
de otro modo, no se trata de
expansionismo sino de asegurar la viabilidad del modelo en el futuro; el
reflejo que lo mueve no es la conquista sino la conservación.
Históricamente, incluso cuando más se ha extendido hacia el Asia Central, ha
sido sobre todo para mejor garantizar su defensa. En cualquier caso, el Estado
del Centro ha estado más definido por su continuidad cultural que por la
oscilación de sus fronteras.
En el sistema chino el Partido Comunista
permite la explotación de los trabajadores en nombre del desarrollo a la vez
que juega su papel de última instancia capaz de reparar o mitigar las
injusticias. Este
es el "camino medio" por el que se ha optado, que los críticos más
radicales de la izquierda no pueden dejar de ver como un arreglo hipócrita. Un
arreglo con una lógica vertical, y una estricta separación entre gobernantes y
gobernados.
Sin
duda, si algo sería de desear en la China actual, no es una mayor apertura a
los flujos de capital extranjeros, como querría la plutocracia internacional,
sino más socialismo y más participación popular —incluso aunque sólo fuera para
mantener el equilibrio; pero a pesar de todo, el sistema mixto chino, en
comparación con la furia privatizadora neoliberal que impera en la mayor parte
del mundo, parece todo un modelo de cordura.
Sabemos que el capitalismo sin freno ni
contrapesos sólo puede llevarnos a la catástrofe;
como el gobierno chino es un ejemplo casi único de cómo ejercer estos
contrapesos, su influencia tendría que verse en todas partes como básicamente
benéfica —si no fuera por la malevolencia de la propaganda del único imperio
que lo quiere todo y no tolera que se le escape ni un pedacito de tarta.
Piénsese
que en otras épocas pasadas la economía china podía suponer un 30, un 40 por
ciento o incluso más de la riqueza mundial, y los europeos ni siquiera sabían
que existía ese Imperio. Un 30 o 40, o
incluso 50 por ciento de la riqueza mundial que, además, se basaba en su propio
talento y trabajo y no en el saqueo de países ajenos [1]. Ahora, es
aproximadamente de una sexta parte o un 16 por ciento del producto global, y se
nos dice que quieren comerse el mundo. ¿A qué viene tanta histeria?
Es cierto que el modelo chino ni es
exportable, ni se ha pretendido exportar jamás.
Pero en Europa teníamos economías mixtas prósperas, en países como en Francia,
hasta hace sólo unas pocas décadas; lo que es del todo irrazonable es el
extremo hasta el que hemos llegado. El problema no es que el modelo chino no
sea exportable ni quiera serlo, el problema es que en el resto de países ya ni siquiera se puede plantear que el estado ponga
coto a los intereses de las corporaciones.
China
intenta mantener siempre el equilibrio y la reciprocidad, tanto en sus
relaciones exteriores como en sus asuntos internos; no es nada difícil de
entender, después de todo, aunque en la práctica se convierta en un difícil
arte de los compromisos. Con todo no se trata sólo de diplomacia, sino de un
componente ético que en esta tradición política se le supone a la clase
gobernante. La imagen política que hoy ofrecen los Estados Unidos, por el
contrario, es la del desequilibrio, el abuso, el chantaje y la desconsideración
más extremas.
Sería
verdaderamente increíble si China llegara alguna vez a ser la primera potencia
de un mundo que ni siquiera entiende y en el que bastante ha tenido con
adaptarse. Es hasta impensable, para el que conozca mínimamente cómo funciona
el sistema financiero mundial, y los otros sistemas de dominio paralelos. China no está a punto de devorar el mundo,
es ella la que está cercada y hostigada por doquier. Tendría la más decidida
simpatía de todos nosotros si no fuera por el nefasto y tóxico influjo de los
medios de propaganda neocoloniales que dan el tono en casi todo el mundo.
Decir
que los chinos, el otro por antonomasia,
son una amenaza para el bienestar de los occidentales, es la forma perfecta
de desviar la atención de los que realmente nos sojuzgan y expolian. Estos
otros son mucho más otros todavía, tanto que ni siquiera tienen cara, o al
menos nunca se las ve en la pantalla. Parece mentira que la gente pueda llegar
a morder este anzuelo, pero lo hace, por que lo importante de la propaganda no
es su verosimilitud, sino su insistencia y su ubicuidad. Así que podemos estar
seguros de que la cosa no sólo va a continuar, sino que aumentará el volumen de
los megáfonos.
LA TENTACIÓN CIBERNÉTICA
En
realidad China tiene que lidiar más con un tiempo y ritmo que se le imponen,
que con los delicados lineamientos geopolíticos. El tiempo del que hablamos es el de la propia modernidad, ahora
revestido con los atributos del tsunami tecnológico y digital; un tiempo
acelerado perpetuamente y cada vez más ajeno a la naturaleza, un tiempo regido
por la lógica neoliberal de disolverlo absolutamente todo salvo la concentración
del poder a través del capital.
Y
aquí, de nuevo, nos engañamos con respecto a China. Puesto que ya lidera
frentes estratégicos como la 5G, se ve a esta nación como particularmente
dotada para estar en la punta de lanza del avance tecnológico; pero aunque
estos despliegues no dejen de ser una exhibición de músculo y parezcan asumir
la iniciativa, en el fondo son una reacción, o si se quiere, una
sobrerreacción. China no controla la
lógica de este gran proceso, sino que intenta lo mejor que puede no ser un
juguete suyo. Trata de dominar sus formas, pero no controla su dinámica, su
impulso ni su contenido. Es aquí donde se encuentran los mayores peligros.
Se
dice que las tres grandes fuentes de inspiración de la cultura china han sido
el confucianismo, el taoísmo y el budismo. A estas hay que sumar, sobre todo en
lo tocante a las formas del gobierno, la mal llamada "escuela legalista" desarrollada desde Han Fei, o incluso mucho
antes, si se quiere, por sabios como Guan Zhong. A esta escuela sería mejor denominarla
"realismo tecnocrático", u objetivismo de los estándares de
gobierno. Sin duda la tendencia tecnocrática es muy fuerte en la China actual,
y su tradición de objetivismo en los estándares se ve como una suerte de
aproximación al desafío que supone la tecnología.
Para
la clase dirigente china es muy fuerte la tentación tecnocrática de crear un sistema cerrado de realimentación
cibernética en tiempo real que procure controlarlo todo. Si Chile ya estaba
a punto de aplicar su famoso proyecto Cybersyn en los años setenta cuando
mataron a Allende, imagínese uno lo que pueden llegar a conseguir los
gobernantes de esta gran nación con la tecnología actual y la que ya está en
ciernes [2].
Un
sistema así puede parecer idóneo para mantener las jerarquías a la vez que se
controlan los flujos monetarios o se negocia permanentemente la
descentralización y la participación popular. La tentación es aún mayor si se
tiene en cuenta que China no está sola en el mundo, sino que es continuamente
hostigada por unos Estados Unidos que procuran desestabilizar el país por todos
los medios a su alcance —y la cibernética no es sino la teoría del control y la
estabilidad. Cibernética y gobierno son la misma palabra, el kybernetes es el
timonel.
El
destino de China se está definiendo tanto o más por este tipo de procesos
temporales que por el juego de inclusiones y exclusiones de la geopolítica.
Pero no sólo el de China, pues no debemos olvidar que las mismas técnicas son
ya aplicadas en el resto del mundo por los grandes gigantes digitales de cuyo
nombre no quiero acordarme —gigantes que por lo demás también
"colaboran" estrechamente con los gobiernos occidentales, aunque en
una relación de fuerzas totalmente diferente.
El
símbolo de la cibernética sería la serpiente que se muerde la cola. Los
gobernantes del gran dragón asiático parecen estar aún más compelidos a
apropiarse de estos mecanismos de realimentación debido a que para ellos
equivaldría a inmunizarse contra los desestabilizadores peligros de una
tecnología ya de por sí tan difícil de controlar —igual que la plutocracia
occidental procura utilizarla para aislarse de las masas y controlarlas.
Pero el dataísmo es sólo una religión
sustitutiva que no puede ocultar sus abismales carencias. En
China, como en cualquier otra parte. Lo más extremo de todo es que la
mentalidad china ni siquiera puede ver la ciencia y la tecnología occidentales
como algo suyo propio, sino que sigue siendo un cuerpo extraño, incluso con
todos estos titánicos desarrollos. De aquí puede surgir lo peor y lo mejor; lo
peor es que se limiten a reproducir las formas, lo mejor, que lleguen al fondo
de la cuestión.
A
los chinos le fascinan los cangrejos,
con los que comparten el mismo reflejo atávico por defenderse y agarrar. El
otro símbolo que mejor los define es la balanza,
con su búsqueda del equilibrio. El primero es el símbolo del pueblo, el
segundo, el de la clase dirigente. Casualmente coinciden con las casas del
zodíaco de Cáncer y Libra, los dos signos cardinales que marcan el comienzo del
verano y el otoño, y, en el calendario chino, el centro de ambas estaciones.
Esos
serían los puntos nodales del espíritu chino dentro de la rueda del año, el
primer símbolo de la totalidad para todos nosotros. Curiosamente, los signos
homólogos del calendario chino son la oveja y el perro, que no definen tan
agudamente esta constelación. Siempre hay algo de ti mismo que sólo pueden ver
bien los otros; no sé si nos preguntamos qué es lo que de nosotros mejor
comprenden los chinos.
Capitalismo y marxismo son la tesis y la
antítesis en la bomba de tiempo que es la modernidad.
Cada uno de ellos oscila entre la disolución y la concentración del capital, y
una correlativa depauperación y aglutinamiento de la opinión pública: vienen a
encarnar la "doble contradicción" de la que ya hablaba Mao, la cruz
del timón en una dialéctica que no se basa en la superación idealista hegeliana
ni en la idea de la historia como proceso irreversible.
El
capitalismo y el marxismo tienen cada uno su propia astucia de la razón, y la
idea china de equilibrio en el gobierno, la suya; pero no hace falta decir que
la expectativa de aglutinamiento de la opinión pública por el marxismo falló
estrepitosamente, en parte porque el capitalismo ha conseguido crear todo tipo
de cuñas, y en parte porque el propio marxismo no tiene ningún derecho divino a
reclamar la exclusividad ni de la oposición ni de la resistencia a la corriente
dominante.
El
problema es que el sistema operativo que
lo lleva todo sigue siendo el liberal, y la crítica marxista o cualquier
otra son externas tanto a su diseño y funcionamiento como a su uso. El sistema operativo es la tecnociencia
moderna en su conjunto. Sin un cambio en el sistema operativo, el
capitalismo liberal juega siempre con las cartas marcadas y tiene todas las de
ganar.
Por
supuesto, es totalmente falso decir que
los chinos carecen de iniciativa —no hay más que ver que no pueden estarse
quietos. Por el contrario, han demostrado de sobra una fe inconmovible en
la acción continua y perseverante. Otras cosa, bien diferente, es que conozcan
las múltiples ventajas de no manifestarla; o que su sistema político no aliente
precisamente la expresión de los puntos de vista personales. O que tengan sobre
sus hombros una modernización a la que no tienen por dónde coger.
Por
esa misma fe inconmovible en la mejora y rectificación continuas, hoy la gran tentación de la clase dirigente
es el Sistema Cibernético Autónomo, un monstruo autorreferencial que tanto se
parece a ese otro gran animal que es la sociedad. Pero sería un gran error
contentarse con eso, y, además, todo lo que tiende a cerrarse a la perfección
sobre sí mismo invita a la precipitación del desastre, porque pierde el
contacto con lo más básico de la realidad.
Eso
es lo que ahora más necesita China para intentar abordar el magno problema de
una nueva síntesis cultural a la altura de la agresión de la modernidad: un
contacto con esa realidad básica que no esté mediado por el oportunismo
político o las coordenadas socioeconómicas. Hace más de mil quinientos años
algo parecido lo desencadenó la penetración
el budismo, que ha sido hasta ahora casi la única "invasión
benéfica" que ha padecido china, aun sin ignorar las múltiples intrigas y
reacciones adversas que provocaron en las tradiciones ya asentadas.
Una
invasión mucho más modesta y reciente, aunque no despreciable, fue la del piano europeo en la sensibilidad
extremo oriental, que es como si las nubes le hubieran abierto un claro a la
Luna. Al menos demuestra que también lo occidental puede sintonizar con las
fibras más profundas de esta cultura, siempre que exista la zona de contacto y
la imprescindible afinidad.
Si
el instinto reflejo de los chinos es agarrar como los cangrejos y no soltar la
presa, también han demostrado que saben devolver con creces aquello que se les
da de buena de fe y sin motivos ulteriores. Se dice que el chino es el menos idealista de los pueblos, y en cierto
sentido bien que puede ser cierto, pero las historias de compromiso y
sacrificio heroico de incontables monjes, campesinos y rebeldes de todo tipo
dicen otra cosa, y su conmovedor ejemplo aún no se ha borrado. Y los chinos, a
diferencia de los japoneses, saben apreciar la mezcla de lo cómico, lo trágico
y lo sublime de un personaje como el Quijote.
Sólo
cuando damos sacamos lo más profundo de nosotros mismos. No deja de ser
detestable que las relaciones entre China y Occidente estén dominadas por los
intereses más inmediatos y mezquinos, y que no haya una voluntad por llegar a
zonas más profundas de nuestro interés común. Incluso la mayor parte de las
"relaciones e intercambios culturales" no es apenas más que
diplomacia y negocios. Es otra de las muchas cosas contra las que nos debemos
rebelar.
El
gran problema actual para la cultura china
no es la asimilación de la tecnología, sino del núcleo duro histórico de la
ciencia moderna y cómo este se extiende y se difunde hasta llegar a las
partes más blandas o adaptables, que justamente son las relativas a la
categoría de la información. Y su inserción, precisamente, dentro de parámetros
afines a los de su espíritu objetivista, las ideas más básicas del taoísmo, el
eje interno del confucianismo y la identidad en el budismo Chan de lo inmanente
y lo trascendental.
El
sueño tecnocrático-cibernético equivale a tener circulando al genio de la
lámpara en un vaso cuidadosamente diseñado para que a la vez trabaje para uno y
no se escape. Claro que de tanto atormentarlo, lo más probable es que al final
consiga liberarse. La moraleja es que al final uno sólo puede contar con su
propio espíritu y no con espíritus encadenados, y esto se aplica por igual a
Occidente.
El
eje interno y culminación del confucianismo
es la doctrina del Medio Invariable o Zhongyong, que además es el punto
natural de conexión con el taoísmo y la doctrina trascendental budista. El
significado de este Medio Invariable se ha perdido casi por completo, y líderes
políticos como Mao Zedong revelan por sus comentarios que no tenían ni idea de
a qué puede referirse este concepto, puesto que no tiene nada que ver con el
"eclecticismo". Esto no debe sorprendernos, si ya Confucio había
dicho que hacía mucho que era raro seguirlo entre los hombres. Tendría que ser
evidente que la doctrina del Medio no es la degradación última del
confucianismo, sino su aspecto más elevado.
En
un libro reciente he intentado rastrear algunas conexiones absolutamente
básicas de este núcleo duro de la ciencia europea, el cálculo y la mecánica
clásica, con la doctrina del Medio Invariable, lo reversible e irreversible en
el taoísmo, el plano trascendental del conocimiento o la problemática de los
estándares y la teoría de la medida. Claro que la relación es tan obvia
que me pareció innecesaria hacerla más
explícita. Ciertamente no lo he hecho pensando sólo en la cultura china, sino
sobre todo por una problemática común aún por resolver y sobre la que la
ciencia moderna ha preferido pasar página [3].
Creo
que estos asuntos fundamentales, tan ocultados, son mucho más interesantes que
los abracadabras de la ciencia contemporánea y además tienen mucho más
potencial —para el que sepa aprovecharlo, evidentemente.
El
contacto de la tradición china con la
ciencia moderna parecía una tarea imposible, si se tiene en cuenta, no sólo
la dificultad del científico chino por interiorizar su espíritu, sino la
destitución ocurrida con la tradición propia. Sin embargo creo que aquí hemos
empezado a conectar ambas esferas de una forma verdaderamente natural. Lo único
que puedo decir es que me parece que este camino debería seguirse, y que vale
tanto para el Este como para el Oeste.
En
un artículo próximo expondremos la estrategia del dedo meñique, o cómo desviar
el tsunami tecnológico con el mínimo esfuerzo.
Notas
[1] Los Estados Unidos de América también
llegaron a tener el 50 por ciento de la riqueza mundial en 1945; pero,
aunque entonces la mayor parte de esa riqueza era producción interna, ese país
llevaba a sus espaldas medio siglo de aventura neocolonial en Latinoamérica, el
Pacífico, Filipinas o la propia China. Además, en 1945 la mayor parte de la
riqueza en todo el mundo había sido destruida en una guerra en la que Estados
Unidos había intervenido a conciencia para consolidar su hegemonía antes que
para "defender la libertad".
[2] "El proyecto Synco o proyecto Cybersyn
fue el intento chileno de planificación económica controlada en tiempo
real, desarrollado en los años del gobierno de Salvador Allende, entre 1971 y
1973. En esencia, se trataba de una red de máquinas de teletipo que comunicaba
a las fábricas con un único centro de cómputo en Santiago, donde se controlaba
a las máquinas empleando los principios de la cibernética. El principal
arquitecto del sistema fue el científico británico Stafford Beer".
https://es.wikipedia.org/wiki/Cybersyn