La emergencia de China como
actor central en el sistema-mundo ha provocado una fractura estructural en
América Latina: Sudamérica ha virado hacia China y la cuenca del Caribe ha
estrechado su histórica relación con Estados Unidos.
Raúl Zibechi /LA JORNADA
Con sencillez y profundidad,
Oscar Ugarteche y Armando Negrete, del Observatorio Económico Latinoamericano
(Obela), trazan las nuevas fracturas tectónicas en la región en un breve y
documentado artículo titulado Perspectivas de las economías latinoamericanas
frente a la economía mundial (goo.gl/vGQV48).
El argumento central es que el
giro proteccionista, en Estados Unidos con Trump y en Inglaterra con el Brexit,
acelera los cambios económicos (y geopolíticos) en la región, donde las
economías son cada vez más dependientes y están estructuralmente abroqueladas
en el patrón de acumulación de la década de 1950, o sea, exportación de
materias primas e importación de bienes industriales.
En este marco de
profundización de la dependencia, la emergencia de China como actor central en
el sistema-mundo ha provocado una fractura estructural en América Latina:
Sudamérica ha virado hacia China y la cuenca del Caribe ha estrechado su
histórica relación con Estados Unidos, sostienen Ugarteche y Negrete.
Para graficar esa fractura,
muestran las tendencias comerciales de los países de América del Sur, por un
lado, y los de América Central, México y el Caribe, por otro. El resultado es
que México envía 81 por ciento de sus exportaciones a Estados Unidos, en tanto
Brasil exporta sólo 12 por ciento y Argentina 5 por ciento a ese destino. El
color de los gobiernos no es lo fundamental: el derechista argentino Macri ha
renovado y profundizado los lazos con China, por razones estructurales.
El país que está en el centro
de esta fractura es Venezuela. El párrafo decisivo, a mi modo de ver, es el
siguiente: “De un lado la inversión extranjera más importante de EU es de
capital de PDVSA en la forma de CITGO, una de las principales empresas
refinadoras y distribuidoras de gasolina después de Exxon. De otro, Venezuela
le vende crecientemente a China y se endeuda con Rusia, lo cual crea un
escenario bélico en la cuenca del Caribe, mare nostrum americano”.
La conclusión es sencilla,
aunque trágica: “Por primera vez existe una posibilidad real de una guerra de
alta intensidad propiamente dicho, frente a la eventualidad de problemas de
pagos de deuda con PDVSA”. Los miembros de Obela creen que es muy posible una
quiebra de la petrolera y un cese de pagos, lo que “generaría un problema internacional
mayor”.
En opinión de Ugarteche y
Negrete, la solicitud de Colombia para ingresar a la OTAN se relaciona con el
este futuro bélico, así como la declaración de Barack Obama de que Venezuela es
una amenaza para Estados Unidos.
En este punto, vale recordar
los análisis del brasileño José Luis Fiori, quien se apoya en Nicholas Spykman
(1893-1943), el teórico geopolítico que tuvo mayor influencia sobre la política
exterior de Estados Unidos en el siglo XX, para actualizar los debates
latinoamericanos durante la transición sistémica en curso.
Para Spykman, señala Fiori, el
Caribe, más Colombia y Venezuela, forman una zona de influencia donde “la
supremacía de Estados Unidos no puede ser cuestionada”, ya que los consideraba
“un mar cerrado cuyas llaves pertenecen a Estados Unidos, lo que significa que
quedarán siempre en una posición de absoluta dependencia” (goo.gl/9ti7oW).
En esta mirada de la región,
Fiori sostiene que Estados Unidos y Brasil se enfrentarán inevitablemente a lo
largo del siglo XXI, ya que son los dos únicos países con capacidad de liderar
la región con proyectos propios. Y concluye: “El problema es que la posición de
Washington es clara, pero no sucede lo mismo con la mayor parte de los
gobiernos progresistas de la región”.
Si la confrontación es
inevitable; si la guerra es posible, deberíamos colocar esa perspectiva en los
análisis de los movimientos antisistémicos para adecuar la organización y la
conciencia ante esos escenarios. De allí se desprenden algunas consideraciones.
La primera es que la llamada
crisis de la democracia, la desarticulación del Estado-nación y de las
organizaciones que giran en torno a sus instituciones (desde los partidos
políticos hasta las grandes centrales sindicales), son tendencias de carácter
estructural que no puede ser revertidas por tal o cual caudillo, dirigente o
administrador.
Tomarse en serio la democracia
electoral, mientras la clase dominante le apuesta a la militarización y prepara
masacres, es una irresponsabilidad para quienes queremos cambiar el mundo. Eso
no quiere decir que se deba darle la espalda a las urnas, sino que el eje
central debe girar en torno a la organización de los sectores populares y no en
torno al apoyo a los representantes, porque éstos no pueden hacer gran cosa,
aunque realmente quieran hacer algo.
La segunda tiene que ver con
la guerra. Hace poco más de un siglo, cuando la socialdemocracia alemana votó
los créditos de guerra y apoyó a su propia burguesía en la primera guerra
mundial (1914-1918), el internacionalismo se hizo añicos y una profunda crisis
carcomió las entrañas de las fuerzas revolucionarias. Alguna lección deberíamos
aprender de aquella penosa historia.
Frente a quienes apoyaban a
los gobiernos y los Estados, los rebeldes rusos delinearon una estrategia bien
distinta: convertir la guerra interimperialista en guerra de clases para hundir
a la burguesía. Las cosas hoy no son idénticas. Pero en los momentos de grandes
virajes y conflictos mayores, no deberíamos caer en la trampa de apoyar a los
gobiernos-Estados sino aprovechar el colapso institucional que sucede durante
las guerras, para construir/expandir el poder de los de abajo.
Los grandes cambios en la
historia de la humanidad suceden durante guerras. La historia del siglo XX debe
persuadirnos de esa triste realidad.
El análisis “económico” de los
miembros de Obela nos debería quitar la venda de los ojos y evitar que el
pragmatismo oscurezca la ética. ¿Cómo nos estamos preparando para los momentos
álgidos que se vienen? El paso fundamental se relaciona con la disposición de
ánimo, lo que supone mirarnos al espejo para decidir a qué estamos dispuestos.